A la entrada de Montelíbano, Córdoba, se alza un monumento imponente.
Brilla con el sol, reluce en las fotos, y se ha convertido en parada obligada para quienes llegan o se van del pueblo. Todos se detienen allí: sonríen, posan, graban videos, suben las imágenes con etiquetas como #MontelíbanoBonito, #OrgulloCordobés, #CulturaViva.
El alcalde, en cada inauguración o evento, repite con orgullo:
—Este monumento representa nuestra cultura, nuestra identidad.
Y la gente aplaude, como si la muerte y el despojo fueran, en efecto, la identidad de un pueblo.
Nadie se pregunta qué significa realmente esa escultura. Nadie pregunta qué había allí antes.
Hasta que un día, un anciano se acercó, con la voz quebrada por los años y la mirada perdida en el acero del monumento:
—Ahí mismo —dijo—, donde hoy levantaron ese adorno brillante, enterramos a los nuestros. Fue el lugar donde desaparecieron a mis vecinos, donde lloraron las madres y se callaron los gritos. Antes de ser “

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